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Los duelos por la muerte de nuestros animales


Los animales se mueren antes que nosotros, en general. Con pocas excepciones. Cuando tenemos una relación cercana con un animal que nos acompaña (por más o menos tiempo), es necesario, como ocurre con cualquier pérdida, hacer un duelo (atravesar un dolor). Para las personas que vivimos con animales y para quienes ellos son una parte de nuestra familia, estos duelos, estos dolores, son tan intensos como con la pérdida de cualquier otro vínculo importante.

No todas las personas comparten la importancia de estas relaciones. Y muchas veces, familiares y amigos del doliente minimizan el suceso diciendo cosas como “pero sólo era un gato/perro/caballo/loro”. En otras ocasiones las frases son desafortunadas como “te conseguís otro” (como si los seres vivos fueran descartables e intercambiables).

Este tema nos toca a todos en algún momento de nuestras vidas. Con alguien. De diversas especies, pero con el mismo nivel de intensidad en la relación.

Cómo sobreviene la muerte

La manera en la que el ser se muere propone algunas diferencias en las que se atraviesa la experiencia. Si el individuo (animal o humano) estaba enfermo, este proceso de alguna manera va preparando a la idea de la muerte. Es posible acompañar el deterioro, muchas veces el dolor que cada enfermedad genera y la mente se va despacio adaptando a la idea de que el final de este proceso (en realidad, el final de la vida, en general, independientemente de cómo se viva) es la muerte física. Este paulatino (o repentino) deterioro va mostrando un camino que desemboca en el final de una etapa. Quienes acompañan esto, lentamente, se van haciendo a la idea de que ese animal ya no estará más.

Se puede atravesar este proceso con serenidad y aceptación, acompañando para facilitar las mejores condiciones o se puede también pelearse contra la situación, enojarse con la enfermedad, con la vida o con Dios o quien sea por lo que está ocurriendo. Son distintas formas de enfrentar los desafíos de la vida.

También es posible que la muerte sea repentina. Un accidente, una muerte violenta de alguna manera. En esta situación, la persona doliente está en general shockeada, no entiende muy bien lo que sucedió y en cuanto “cae”, se enoja profundamente. En general, el primer enojo suele ser consigo misma, se culpa por lo que sucedió (o culpa a alguien) y esa rabia, con sus pensamientos asociados, en lugar de ayudarla a transitar el duelo, la sumen más en él.

En esta primera instancia, los primeros pensamientos que suelen acudir a la mente son “debería haber hecho -algo- distinto”. “Fue mi culpa (o culpa de fulano)”. “Esto es una porquería, no debería haber sido así”.

Por otro lado está la eutanasia. Que muchas veces sobreviene por la dificultad de las personas de acompañar el dolor. A veces los animales piden ayuda para morirse, pero la mayoría de las veces los humanos no soportan el deterioro y prefieren tomar la decisión de terminar con la vida. (Hay otro artículo sobre este tema). Esto, según cómo se haga, puede generar culpa o alivio.

Ver las situaciones desde distintas perspectivas

Para las distintas tradiciones espirituales, la muerte suele ser un estadio, un tránsito de un estado a otro. Cuando algo deja de ser de una manera, muere y se transforma en otra cosa. Hay una mutación en el estado material de lo que muere. Pero lo esencial, aquello que no muta, que sigue siendo a pesar de las transformaciones, sigue intacto. Esa es la idea central de la espiritualidad. Poder percibir lo que no cambia.

Parto de la premisa de que nuestra experiencia vital existe en cinco dimensiones simultáneamente: física, emocional, mental, vincular y espiritual. Dependiendo del lugar desde donde veamos las cosas, percibiremos cuestiones distintas.

Pongamos un ejemplo: una hormiga va caminando y se encuentra con un ladrillo (o con una pelopincho, para hacerlo un poquito más dramático). ¿Se imaginan lo que esta hormiga piensa cuando se encuentra dicha mole delante suyo? “Esto es imposible, me quedo varada aquí. No se puede pasar.” Si en lugar de una hormiga, el protagonista de esta historia fuera un ser humano, podría ver la pelopincho desde una altura un poco más alta y darse cuenta de que es un espacio no sólo que se puede rodear, sino que es posible meterse adentro. Ya cambió el pensamiento sobre lo que estamos percibiendo, gracias a la perspectiva.

Pero ahora vayamos un poco más allá. Estamos (humanos) yendo por una ruta y en el medio de la ruta hay (usemos una figura actual) un piquete. Muchas personas ocupando la carretera, impidiendo el paso. Entonces, ahora hay alguien que va en un avión (la perspectiva sube un poco más) y con el avión no solamente atraviesa fácilmente el piquete, sino que puede ver todo el camino arbolado y con los arroyos a los costados, lleno de lugares hermosos para recorrer. ¿Ven por dónde va el razonamiento?

Ahora, subamos un poco más. Un astronauta se sube en un cohete y empieza a observar la tierra desde la estratósfera. ¿Serían impactantes el ladrillo, o la pelopincho o incluso el piquete? No dejan de existir. Ocupan su lugar en el espacio (y en la emocionalidad de quienes los observan) pero hay algo mucho más grande, de lo cual formamos parte.

A medida que vamos subiendo en las dimensiones de las que hablaba empezamos a percibir las cosas con una perspectiva más amplia, que le da otro sentido a la existencia. Nos vamos empezando a dar cuenta que todo tiene una causa y un efecto, y que además, las cosas no son tan planas como pensamos. Una enfermedad física proviene de un estado emocional, que se origina en pensamientos y creencias. Las claves de la paz, a mi juicio, están en la dimensión espiritual.

Los animales y su conexión con la espiritualidad

Mi creencia es que los animales, al estar conectados profundamente con la naturaleza, sin la intermediación de las creencias limitantes y, fundamentalmente, sin juicios, tienen muchas cosas para enseñarnos. Podemos aprender de ellos la conexión con lo esencial, el vivir aquí y ahora, la presencia incondicional. Muchas, muchas cosas. Por eso los queremos tanto. Por eso lloramos cuando se van. Pero en general, al irse, nos dejan inmensas enseñanzas.

Un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar

Con esto quiero reforzar la importancia de reconocer el duelo, con todas sus etapas: negación, ira, negociación, depresión y aceptación (según la especialista en duelos Elizabeth Kübler-Ross). Es imprescindible reconocer cada una y darle su lugar. Llorar lo que sea necesario, reconocer y abrazar la emoción que emerge y acompañar a la parte interna que está herida por la pérdida. Dando el tiempo necesario que lleve el proceso.

Creo, no obstante, que ver la vida desde una perspectiva espiritual, acompañando las emociones, cuidando los pensamientos para que sean amorosos y abrazando los vínculos que hacen bien, puede ser de mucha utilidad para transitar estas experiencias comprendiéndonos parte de un sistema más grande, con un propósito.

Estoy convencida de que nuestra vida tiene el objetivo de ayudarnos a volver a ser la esencia que somos, aquello que no se muere, estemos en el cuerpo que estemos. Si vivimos habitando nuestro cuerpo y nuestras emociones, pero con la mirada puesta en lo trascendente comprenderemos mejor el sentido de la existencia.

Y entonces la muerte es un paso más en el camino de la iluminación, que significa nada más y nada menos (todos podemos hacerlo) que estar plenamente vivos, conscientes y dándonos cuenta.

La muerte nos enfrenta a la necesidad de vivir intensamente la vida, dejando de hacer lo que no queremos y siguiendo el camino que dicta el propio corazón. Hoy, aquí y ahora.

Se trata, así, de que la muerte de nuestro ser querido deje la bendición de abrir la conciencia. Entender el para qué (no el por qué). La vida es hermosa; incluye todas las emociones, sensaciones, pensamientos y vínculos que la hacen rica. Entonces, todo empieza a tener sentido.

Verónica Kenigstein

www.veronicakenigstein.com

www.habloconanimales.com

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